domingo, enero 17, 2010

Beso


La besó como un ángel del infierno. Fue el beso más bello que recibió en una parte poco usada de su cuerpo. Se habían encontrado de casualidad, esas cosas de “te acompaño hasta allá”, otra cuadra más, hola, hola, ah, se veían hoy. Tan casual.

Pero el hola” no fue casual. La rodeó con los brazos por los hombros y apoyó sus labios suaves sobre la mejilla. Hizo la presión justa para indicarle su amor y la succión precisa para demostrarle que no le iba a quitar su libertad. No le dejó humedad pero la pudo presentir. En los cuatro segundos del beso, el mundo paró. Cuando se separaron los torsos, su cerebro trató de recuperarse. Las imágenes se superpusieron aceleradas, se le formó un torbellino de sensaciones pasadas y presentes; amantes anteriores, amantes por venir, besos babosos y pegoteados de los nenes del kinder, besos no deseados de parientes lejanos, besosnobesos de sólo rozarse los cachetes. Revivió todos con la velocidad de un rayo. Ninguno como el de aquel ángel del infierno.



viernes, enero 01, 2010

Un cafecito

Me encontré con Mónica para tomar un cafecito después de no vernos durante años. Logramos organizarlo a las corridas entre sus clases de matemática, física y química y mis reuniones con clientes. Durante todo el día no había parado de preguntarme por qué habría aceptado si en realidad no tenía nada interesante de qué hablar con ella. Hubiera podido pasar al lado haciendo como que no la veía, que la veía pero no la conocía, que la conocía pero que pasaba apurada… Uf. Un cafecito… ¿Me nombraría a esas personas que hacía siglos habían desaparecido de mi vida? ¿Me contaría novedades sobre caras ya sin nombres para mí? ¿Seguiría siendo chistosa? Ni siquiera recordaba demasiado cómo había sido mi relación original con ella ni pensaba que todavía pudiéramos tener algo en común después de la separación del grupo de danzas escocesas. Yo lo había dejado antes que ella porque me resultaba agotador comportarme con perfecta etiqueta de salón al mismo tiempo que saltaba haciendo pas de basse al ritmo de frenéticas gaitas. Me estaba incomodando bastante todo este tren de pensamientos mientras la esperaba mirando a la vereda por la ventana del bar. A esto se sumó la interesante idea de que posiblemente no llegara nunca por algún alumno increíblemente obtuso o que cambiara de idea y decidiera ella no reconocerme a último momento. Pero llegó. Después del afectuoso saludo y las preguntas de rigor nos dedicamos a mirar la carta un rato largo durante el que me ocupé varias veces de echar a una mesera lánguida y de cara de culo, explicando con cortesía que todavía no habíamos decidido. Fue sólo para alargar ese momento comentando boludeces sobre distintos tipos de té hasta que pedimos los cortados y no volver a caer en ese pozo donde no hablo porque estoy pensando de qué hablar con esta mina con la que ya no comparto nada y que además podría estar haciendo cualquier otra cosa. Pero igual llegó el silencio inevitable cuando la jovencita se llevó la carta. Tamborileé un poco los dedos sobre la mesa y dije algo sobre el color del esmalte como para llenar el aire sacando tema. Volví a mi tren anterior de pensamientos mientras nuestros fantasmas luchaban entre sí hasta que llegó el café. Fue como si Mónica se volviera chispeante y comunicativa por demás sólo por tener un café hirviendo adelante. Me habló tanto que decidí compensar sus novedades irrelevantes con alguna mía. Le empecé a contar que la historia de “La historiadora”, una novela checa o bosnia, no me había parecido para nada satisfactoria. Como que da muchas vueltas, va y viene, le pone un montón de misterio y total que cuando nos encontramos con el bicho, no es tan impresionante como esperábamos. Comentó que ella quería leerla, cosa que me llevó a preguntarme, sin dejar de hablar, para qué pomo se pondría a leer una novela checa y mala esta mujer, si lo que le interesa son las ciencias duras. Ah, pero un momento, el crédito del suspenso y la tensión que logró en ese capítulo que iba leyendo en el colectivo, se lo tenía que dar. El párrafo –que quizás ella estaba decidiendo en ese instante perderse para siempre- describía con lujo de detalles y con un ritmo infernal cómo ese personaje, que hasta el momento no se sabía si realmente existía, empezaba a aparecer bastante más prosaicamente: atacando, persiguiendo y tomando distintas formas inesperadas tal como en la novela de Stoker. Estaba totalmente metida en esa situación con los dedos de los pies enrollados y mordiéndome los labios por la ansiedad, cuando en el momento más álgido se me materializó una especie de escarabajo de humedad con horribles antenitas y andar errático y veloz sobre la palabra más aterrorizante de aquél párrafo: Drácula. Inmediatamente cerré el libro fuerte fuerte y no lo abrí hasta bajarme del colectivo para ver si efectivamente el bicho había muerto. Mónica terminó con sus historias bastante después que los cafés y yo agradecí a la autora checa o bosnia la posibilidad de haberle quemado la cabeza de ese modo para así ahorrarme la búsqueda del denominador común en la conversación.

Antes de despedirnos ya había vuelto a pensar cuánto tiempo había estado ahí clavada al pedo escuchando algo que no me interesaba pero que por lo menos no me había esforzado demasiado y había tenido algo de actividad social de la que había sacado en claro que no volvería a leer esa novela. Y al fin de cuentas, el café había estado rico.



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